domingo, 28 de agosto de 2016

De navegaciones y otros menesteres - cuento propio

Se recostó en aquella vieja madera, le encantaba sentir el olor a madera añejada ya por el paso del tiempo, por la ventana veía más cerca de lo que muchos lo vemos, el mar, esa inmensidad tan absurda que lo hacía por momentos olvidarse de todo, cuántas veces habrá soñado con comprar un barco y largarse a recorrer pero claro, de navegación no tenía ni la más remota idea, ni de navegación ni de tantos otros menesteres que si tuviera siete u ocho vidas a lo mejor le daba el tiempo de aprender.

Y no había con que darle, aquella dama y él ni siquiera el mismo idioma conocían, no había manera de comprobar si aquellas imaginaciones suyas sobre compartir intereses, gustos y preocupaciones eran reales. A uno se le puede ocurrir que aunque no hables con alguien con saber más o menos de su vida algo se te puede ocurrir pero el tema es que solo observándola desde una ventana de una vieja cabaña de playa mientras ella camina pensativa, como rearmándose el universo entre las marañas de pensamientos que lleva cargando no se puede recabar mucha información, mucho menos si la única vez que la vio hablando la mujer se dirigió al otro ser humano en un idioma imposible de descifrar (el individuo no solo no conocía de navegación, tampoco sabía mucho de idiomas).

¿Habrá notado la susodicha como decoraba nuestro amigo (bueno, mi amigo) el marco de la ventana con flores o telas de colores que encontraba por el pueblo? Mientras caminaba, ¿notaría ella la música que él le tocaba con disimulo desde adentro?, ¿sabría ella de su existencia?.

Por supuesto que él nunca se animó siquiera a saludarla (además de no saber de navegación e idiomas tampoco sabía lo que era el arte del coqueterio - aunque si no existe la palabra ¿cómo saber hacerlo?).

Día tras día se repetía la misma coordinación entre ambos (desconocido, o no, por aquella mujer), él preparaba de antes el asunto de la decoración, seleccionaba la canción o se disponía a hacerse el que caminaba aleatoriamente por las inmediaciones de la cabaña para poder verla de refilón cuando apareciera por la playa y empezar aquella ceremonia.



Siempre preferí creer que la mujer lo sabía, que era imposible que después de tantos días de rutina nunca lo hubiera notado y que ese juego de seducción que no seduce también era jugado por ella que elegía día tras día pasar por delante de la misma cabaña, en la misma playa, haciéndose la interesante cuando se había pasado varios minutos eligiendo el peinado y el vestido con el que pasaría, y si no era así ¿qué mal hace creerlo?.

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